CASA PREFABRICADA: PAREDES

Las paredes hablan, es real, todo el día escucho la música que se acerca a nosotros de manera esquizofrénica, salgo afuera del patio, a lo lejos observo un arroyo que no tiene agua, es más bien un barro que fluye y esclarece a ratos. Un montón de mujeres se gritan a lo lejos. Todo es obsceno, el calor del verano las tiene alocadas, sus cuerpos adiposos se adhieren a sus telas baratas. No soporto el ruido, lloro hacia adentro todos los días. Nadie dice nada, pero todos están llorando hacia dentro, estamos tan adentro de una ciudad, tan lejos de un centro, tan cerca de las balas, tan alejados de lo propio. Mi abuelo lastima a mi abuela constantemente, mi tía grita enloquecida, nadie entiende nada, de a poco la casa se está llenando de voces. Las conozco a algunas, son familiares que dejamos atrás entre las cenizas. Son mis compañeros de curso, son los chicos que sudaban en los recreos, mientras jugaban fútbol en el polvo. No dejo de escucharlos y pienso que los demás escuchaban porque mi abuelo está inquieto con los ojos desorbitados a ratos y mi tía se mete bajo el suelo de la casa, se arrastra como puede para buscar alguna sombra porque dice que es demasiada la luz, que no entiende a las señoras de esas otras casas, dice que la observan en demasía, que la tienen harta, algunos niños la piquetean en las piernas y llora por no  sentir nada o no poder correr tras ellos para masacrarlos. Mi abuela ha estado días revolviendo una olla con dulce quemado.

No dejo de escuchar las voces, nos dicen algo que debemos hacer, escapar pienso. Pero es verano e imagino  todo enloquece en esos días. Para no escuchar tanto me pongo los audífonos de uno de los jóvenes que vive cerca, le gusta que sea delgado, hay días en que su sudor y el peso de su cuerpo me afligen mientras me monta y abraza.

Capítulo del libro: La edad de los árboles. Pudú ediciones, 2017.

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