Tsunami

Tsunami


Un animal nervioso deja un paso en el barro, otro animal huele su miedo, así Francisco1 desesperado al borde del llanto, sigue el miedo y los rastros de una vaca perdida. Tres de sus nietos van tras de él, no superan los once años. El barro indica las pezuñas hundidas que escriben la ruta de ella y sus captores, múltiples zapatos grandes acompañan al animal. La habilidad del rastreador, le permite oler el sudor de su cuero, la humedad del aire no esconde nada en su potencia. Cercanos a las faldas del monte uno de los niños pregunta sobre una estructura gigantesca a algunos metros de ellos, a la distancia se distingue su forma, pero los niños jamás han visto algo igual. Francisco 1, deja atrás la acuosidad de sus ojos, olvida a la vaca perdida ya que el rastro se dirige a un terreno que no es el suyo, un predio sombrío de pinos, eucaliptus, tierras resecas por la madera veloz que avanza hacia las nubes y de a poco absorbe lo que esté a su paso, su mirada se acerca a la estructura, invita a los niños a seguirlo. Los  tres nietos corren entre unas plomizas costillas, grandes como una casa, observan la cabeza, uno de ellos ya cree saber que es, interpela al abuelo con la mirada, el otro responde; que todas sus antiguas tierras fueron mar, que toda la familia, su sangre, vino del mar. Las rocas de aspecto marino pueden corroborar su teoría, que es un hecho irrefutable para los niños. Aburridos del animal corroído por el viento y las lluvias, se alejaron. Francisco 1, miró nuevamente atrás, hacía el monte de pinos y eucaliptus, siguió de regreso a la casa mientras les comenta a los niños todo lo que sabe sobre las ballenas. De cómo al no poder seguir cantando aturdidas por los barcos se suicidan contra las rocas hasta romper los cráneos o varan para perder la consciencia y así ya no confundirse en esa ceguera sonora.  Dice también que en algún momento el océano reclamará sus predios de nuevo. Francisco 1 es mi abuelo, tiene la mirada del mar y la de una ballena a punto de conocer la dureza de las rocas.
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Francisco 2 gusta de ver videos de tsunamis en internet, pasa largas horas en su ciber viendo como las masas de agua arrastran en las costas de Japón diminutos autos, casas, cuerpos y extensiones de tierra en una alfombra oscura que desfigura todo a su paso. Francisco 2 es mi amante, antiguo amigo de Francisco 1 en su juventud. Cuando supo de mi relación, no lo volvió a mirar al rostro ni hablarle. Recuerdo haber conocido en toda su totalidad a Francisco 2 comprando un bóxer en una tienda. Despacio se acercó, dijo que me lo compraría con la condición de probármelo en su casa. Nunca antes había estado con un hombre tan mayor. No tenía todos sus dientes, sin embargo sus manos, sus brazos gruesos, toscos, compensan cualquier diferencia física. Su cabello en ese entonces casi perdía en su totalidad el color.
 Cada fibra capilar de su cuerpo la observo a diario envejecer, lento cada pelo en su pecho desde la base comienza a perder su tono oscuro.
Cada cierto tiempo se pone nostálgico, propone que lo amarre y le cuelgue de los brazos en el baño. Suspendido veo como envejece en los fierros de la ducha. Antes de amordazarlo ruega que le lance baldes de agua fría, luego tibia y luego fría. En ese minuto después de inundar el baño, puedo identificar cada vello que se erecta. Comienzo uno a uno quitar los vellos de su cuerpo. A ratos tiene una erección, en otros momentos llora. Amo quitar los vellos con la pinza, es un trabajo meticuloso de horas. Cuando está completamente desnudo de la vellosidad, corro a la habitación y traigo corriendo en mi mano una cámara, saco varias fotografías. Quito la mordaza, desato los nudos de sus muñecas elevadas sobre su cabeza y veo que queda un último pelo en su axila, lo arranco con los dientes. Se lleva la cámara, veo sus glúteos caídos y sus piernas azules de várices. Instalado frente al computador descargará las fotos en alguna carpeta oculta. He revisado esas carpetas de fotografías cientos de veces: militares, armas, tiburones, tatuajes, fotografías escaneadas donde también está mi abuelo muy joven, diversos fondos, campos, animales, asados, militares, vacas muertas. Las reordeno para crear alguna historia con todas esas  imágenes digitalizadas, que alguna vez vi quemar mientras él observaba impertérrito el fuego y sus trajes del ejército que emitían un humo oscuro. Incluso he visto fotografías mías y de mi primo desnudos, jugando, corriendo por el ciber. Francisco 3 mi primo, siempre fue más aventurero y dejó este lugar antes, en cambio yo sigo aquí, pero no lo cuestiono demasiado como si lo han hecho los otros. No es amor lo que me retiene aquí entre cubículos, pantallas que titilan frente a los rostros de jóvenes, hombres y mujeres buscando algo entre los monitores. Sino más bien porque no puedo evitar las teclas de los pcs, que son peces huidizos y no me dejan terminar mi proyecto, esa historia que se escurre.
 En el baño observo la sabiduría del agua que arrastra los pelos hacia el desagüe. Francisco 2 está nuevamente hipnotizado, desnudo frente a la pantalla, observando videos de muertos bajo el olvido del mar.
Pienso dejar a Francisco 2, ha sido suficiente, no quiero ser yo quien lo mate con sus torturas simuladas. La historia se me ha ido al cuerpo, la conozco, ahora quiero hacer algo con ella.
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Francisco 1 ha viajado desde el campo para hablar conmigo. Instalados en un restaurant, tomamos cervezas, de fondo suenan rancheras antiguas que reconozco interpretadas por una mujer mayor con excesivo maquillaje en los ojos y la cara, pareciera que intenta ocultar sus cicatrices. Me cuenta a lo que ha venido. Parece demasiado extraño, hasta un punto en el que reflexiono ya con más alcohol en el cuerpo. Quiere que lo acompañe a buscar una de las cuatro vacas que le quedan en su terrenito, está preñada. No desea encontrarla viva porque sabe que no será así, sólo quiere ver el cadáver. Ha sentido el olor a sangre de vaca por todo el campo, pero no tiene la fuerza para encontrarla. Le digo que quizás, miento. Dice que está cansado, que extraña a la abuela, que ella lo odia por haber vendido el campo. No tenía opción. Necesita que le alegre la noche, sé que hacer. Camino al escenario improvisado del restaurante, le digo a la mujer de las cicatrices que toque una canción, ¿Cuál? Pregunta.
Canto la ranchera más triste, con este vozarrón que dijo había heredado de él, junto a la gracia y esas manos suaves y dramáticas que vinieron de mi abuela. Canto y él llora. En la lentitud del aire viciado entre los borrachos sordos, nuestros cuerpos se están pudriendo, como los troncos que alguna vez dijo que eran una ballena, la tierra, las rocas que fueron vendidas a una empresa. Las máquinas romperán, construirán, plantarán, se harán surcos como las arrugas en la frente. Así como el cuerpo de Francisco 2 se pudre también en remordimiento. La mujer me quita el micrófono, alegando que entristezco a la clientela.
Vamos a caminar Panchito, invita Francisco 1, subimos unas largas escaleras hasta llegar a un mirador. Pienso en la sangre de la vaca y el rastro que dejó en plena preñez, en los bototos que deben acompañar el miedo de su rastro.

La ciudad está completamente encendida. Entre los matorrales pese al frío, las parejas se besan y gimen en la sombra furtiva de un amor caliente. Miramos juntos la silueta de ésta ciudad que parece más pueblo. Cruza una estrella fugaz en el cielo estrellado. Recuerdo algo que decía la abuela sobre las estrellas fugaces. Francisco 1 observa con mirada infantil, antigua, pasada, se acerca lentamente y abre la boca, pregunta dónde van las estrellas fugaces cuando se mueven así. Podría reírme de la ignorancia de aquél viejo de campo. La ingenuidad del tono y la pregunta conmueven. Siento ser ahora el que tiene las respuestas. Contesto: “me dijeron una vez que  las estrellas cuando pasan así morían, pero en realidad sólo cambian de lugar”. Bajamos. Volverá de noche para no dejar solos a sus quiltros en la parcela mísera que le otorgó la forestal, junto a su antiguo terreno. Esperará a que llegue uno de estos días, pero no lo haré. 

Capítulo del libro "La edad de los árboles" Pudú Ediciones, 2017

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