En los bosques del hambre
Para Margarita Ancacoy
Huircán.
Por Francisco Vargas Huaiquimilla.
Cómo una tempestad fueron los golpes que provocaron su desplome.
Por las redes leí que Ancacoy, podía significar cuerpo de roble, esa lengua
extraviada de los ancestros hace divagar en las posibilidades de un nombre, sus
sonidos y tránsitos. La naturaleza fuerte de los árboles endémicos azotada por
la brutalidad del poder, oculto en el hambre de otros, esa derribando el sueño
y esfuerzos de un ama de casa que camina en medio de la espesura de edificios,
antes de que el sol nazca. Correr para llegar a la hora, dar frente al
desempleo. Así revolotean los cuerpos con curriculums en mano, entre la
multitud él y la aparición que le acompaña de ella, como un árbol imaginario en
la visión de infancia, donde suena Kraftwerk, con los apocalípticos sonidos,
dirigidos por un chamán radial en una emisora local de provincia, la banda
sonora de una niñez llena de misticismos, zodiacos rotos por la desilusión,
aromatizado por la silueta etérea en inciensos de una madre desesperada por
conocer el porvenir y entender que ocurre con la pobreza en las manos.
Por la ciudad ha visto mapeada la singular forma de las
estrellas y ciertos destinos allegados a la precariedad. Estuvo un par de meses
vendiendo comida en la calle. Transitar una ciudad desconocida, encontrar en el
saludo de la anciana que vende mentas, capturar en la mirada, la tos peligrosa
de la mujer que vende cucharas de madera autóctona, los rostros de clientes que
ha ido formando en esta impotencia desempleada, construyen los cimientos de una
extraña selva valdiviana. Ha visto nacer como los hongos los vendedores ambulantes
estos meses, entre los super 8, los dulces, berlines, muffins, el fruto seco, los
calcetines falsificados, el papel higiénico. Esos semblantes de la escasez y la
migración hacia lo incierto en este país frío. En los portones de un hospital
se sostiene entre las rejas y la dignidad de su propia historia. No es capaz de
hablar con los otros vendedores por su timidez. Ha conocido la calle, pero en
su privilegio carretero; los besos rudos de un flaite, sobajeos furtivos de un
hombre en un parque, las cicatrices de un nazi, son sólo el registro de un
regocijo pasado. Ahora está ahí de pie, vendiendo la pequeña promesa o un
aporte para comprar comida o simplemente el compartir una chela amorosa con un
joven que le dice que le gustaría ser árbol. En la soledad de esas horas se
atrapa, no puede dejar de observar como quizás es un paria, un extranjero en
las zonas de esa urbe, todos parecen adaptarse y luchar de manera férrea a los
pacos, quiénes se divierten quitando productos, perdiéndolos en los espacios
oscuros de la vigilancia. Desde temprano observa el amanecer, retuerce la masa
que le es dada por la antigua sabiduría de las mujeres que le mostraron al niño
delicado la cocina. En medio de un canto, piensa en la última forma de amor que
puede hacer para sostener un mundo. Luego de vender la cantidad necesaria, se
pierde entre la leve lágrima y el humo de un pito regalado, en la plaza más
cercana. Se cuestiona bajo los sauces, piensa en el desplazamiento y el riesgo,
piensa en su tía quién lo arriesgó todo en un viaje al otro lado de la
cordillera y perdió incluso su corazón. Como tantas mujeres en esos campos,
donde dejaban a los críos, hermanos y sobrinos junto a las abuelas, mientras
ellas inexpertas volaban en bandada a Santiago e incluso otros paraderos
internacionales, para trabajar cuidando otros niños, haciendo comida en otras
ollas, caminando aturdidas por el sonido de las micros en su día libre. Era
difícil no seguir viendo esas aves en los árboles, que de a poco iban
desapareciendo en los campos del sur.
Y ahí está Margarita Ancacoy Huircán sosteniendo un
resistir infinito desde esa última pasada en la madrugada, ahí la ve en una
pantalla hace casi un año y la recuerda constantemente, se ve haciendo lo que
las mujeres de su familia han hecho en su trabajo anterior, se ve como tantas
otras esperando a que termine el día, un beso al regreso, un té o algo a la
cena y ver la teleserie o una película, se ve siendo ella luego de incontables
rostros que le han hecho invisible, como a la madre de él, la que recuerda ayudando
a limpiar los pisos de un colegio que desaparece en el eco de la ruralidad y el
combustible olor a cera en los pasillos, ahí su madre en el recuerdo y los
horóscopos, anunciando los pisos, el cemento todo en un mismo bosque oscuro.
Cuando perece Margarita, toda una nación se apaga con ella, en los oscuros
túneles de un metro, en el ruido ensordecedor de un Santiago apático, ahí está
Margarita dejando un último aliento en las grandes alamedas del sueño
democrático y el destino dudoso de los hijos de Abya Yala mutilados y
derribados frente a las sierras del poder.
¿Para quiénes son las calles vacías de caos? ¿Para que
serán las calles sin las fragancias pobres y los recuerdos de familia en una
comida casera? Se ha provocado una guerra en las grandes avenidas entre los
débiles, han agotado el amor por míseros pesos para llevar un pan a los hijos,
se ha precarizado cada día más las labores, ¿Dónde están los tiempos mejores? Seremos
extintos de las calles como las cabinas de teléfonos, seremos un recuerdo, una
anécdota frente a la fórmula millonaria e higiénica del saberse del primer
mundo. No quiere más los ardides de las calles, se siente cobarde, no quiere
ver los ojos escorpios de la noche en su fiereza vagabunda. Ya que ha visto muchos
otros que quizás no sobrevivan al abrazo hipotérmico de la muerte. Han sido
meses difíciles. Por una noche ha considerado el suicidio como la opción más
justa. Nadie se merece el agotamiento del capitalismo, ni el sacrificio
cristiano impuesto. Hoy es la noche más larga de su vida. Todos los líquidos se
han escapado, ha vomitado, tomado clonazepam para poder calmar ciertas voces
que le habitan y ha sido inútil. En el delirio camina hacia la playa e imagina
toda una ciudad llena de los más puros bosques. El verde se eleva como los
gritos que no puede dar en la soledad, la garganta está cerrada, pero en vez de
la voz, ramas salen de ahí. Se mezclan
con el frío acumulado en las calles y sus ventas. Percibe palabras muertas, como los pasos
dejados por mujeres que huyen de la policía, para no ser dueñas de un nuevo
parte. La defensa del territorio también es la calle y somos carne nueva para
las fauces de un sistema que se devora todo. China, Bangladesh, Taiwán da igual
de donde venga la prenda, el detergente o la escoba, cada mano se aferra a la
esperanza en el ramalazo del hambre. A él este mundo se le cae desde el cielo
enamorado de los ríos, donde una orca plástica apresada en el techo de una
lancha es diversión para turistas. Quisiera ser esa agua, dormir, la Ofelia
eterna sumida en su drama por estas arterias que a diario apuran la rabia. Cuando
le preguntan ya no puede decir que es de tal lugar. Ha perdido una ciudad o dos
quizás, ríos, rutas, abrazos. Está en el constante exilio de si y su historia.
Cuando se brota raro, se entiende la falta de piezas para completar un llanto y
en seguida llenarlo de bailes en noches extremas. Vive en él un pasado de
pertenecer a toda la tierra y a todas las aguas, en la calle toma a Ancacoy
como su madre protectora, como alguna vez la abuela le hizo prometer en la
esperma candelaria del verano, que se haría devoto a la Santa. Vive con el
antiguo espíritu de los que tuvieron un hogar que finalmente debieron guardarlo
en el pecho, un pequeño relicario donde algo de amor aún queda. Que va más allá
del sonido del morbo televisivo, junto a la animadora facha sosteniendo la
tortura en su boca. Hubo otro sonido, el de los árboles en caída, un llanto y
un llamado más allá de la escasez. Ese sonido lo escucha en las paredes
mientras limpia su casa y busca en un rincón darle un espacio a su visión de
santa popular aindiada, una santa expedita, encomendarse a ella para no
desfallecer ante el agua helada y el cloro, ese hogar en su auto exilio lo deja
en el pecho donde ahora ella vive haciendo compañía en un nuevo wiñol tripantu,
con la esperanza de que todo renacerá y
llegará primavera donde volveremos a respirar otros aires, ya volverá el tiempo
de correr hacia otras laderas, volver como lo ha hecho Margarita Ancacoy a su
tierra donde fue brote, rama y flor.
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